“No puedes reformar el espacio urbano sin controlar los valores del suelo”. Entrevista}
Sigue siendo figura central de una disciplina en la intersección entre la geografía, la sociología y la arquitectura conocida como La Escuela de Urbanismo de Los Ángeles, pero se jubila ahora del Departamento de Escritura Creativa de la Universidad de California (Riverside). A comienzos del pasado verano, invitó a la profesora de arquitectura y directora del Laboratorio de la Ciudad de la Universidad de California (Los Ángeles), Dana Cuff, y a la decana del Colegio de Diseño Medioambiental de la Universidad de California (Berkeley), Jennifer Wolch, a su casa de San Diego para hablar y entrevistarle sobre su carrera, sus escritos y sus tempranos y continuados esfuerzos para entender Los Ángeles.
Dana Cuff: Nos dijiste que te preguntan demasiado por tu libro Ciudad de Cuarzo, así que vamos a empezar de otra manera. Como uno de los grandes contadores de historias urbanas de California que eres, ¿qué crees que nos falta en nuestra comprensión de Los Ángeles?
Mike Davis: La lógica económica de los bienes raíces y de la urbanización del suelo. Esta ha sido siempre la clave capital para entender las políticas espaciales y raciales en la California meridional. Como explicó por lo magnífico el más influyente pensador radical del siglo XIX –y no me estoy refiriendo a Marx, sino al californiano de San Francisco Henry George—, no puedes reformar el espacio urbano sin controlar los valores del suelo. La zonificación y la planificación urbana –los instrumentos progresistas para crear la llamada Ciudad Hermosa [de la Escuela urbanística de Chicago de finales del XIX]— han sido totalmente secuestradas para servir al mercado o han experimentado la muerte de los mil cortes, es decir, por acumulación de desviaciones. Yo fue brevemente comisario de desarrollo urbano en Pasadena, a mediados de los 90, y tuve ocasión de observar la facilidad con que se dejaban de lado inveterados criterios de diseño y planes comunitarios por la presión de los financiadores de campañas electorales y de los grandes promotores inmobiliarios.
Si no intervienes en la operación de los mercados inmobiliarios, terminas normalmente generando el resultado opuesto al que pretendías. Con el tiempo, por ejemplo, las mejoras en el espacio urbano público disparan al alza los valores de la vivienda y tienden a convertirse en subsidios al ocio de los ricos. En los mercados inmobiliarios dinámicos y en emplazamientos céntricos, las organizaciones sin ánimo de lucro no pueden permitirse comprar suelo para construir vivienda de bajo coste. Artistas novatos e hípsters se convierten sin saberlo en la tropa de choque de la gentrificación y en poco tiempo ya no pueden permitirse seguir viviendo en los barrios y distritos comerciales a los que revigorizaron. Las viviendas accesibles se alejan inexorablemente de los puestos de trabajo, y la crisis del centro urbano termina en plazas como la de San Bernardino.
Si aceptas que la estabilización de los valores del suelo es condición necesaria de la planificación democrática a largo plazo, hay dos grandes soluciones no revolucionarias. La solución de [Henry] George fue la más expedita: ejecuta a los monopolistas y a los especuladores del suelo con un impuesto único del 100% sobre los incrementos de los valores del suelo no mejorado. La otra alternativa no es tan radical, pero ha sido empleada con éxito en otros países capitalistas avanzados: municipaliza las partes estratégicas del inventario de suelos para vivienda accesible, parques y cinturones verdes moldeadores.
El uso de la expropiación para la reurbanización –hay que recordarlo— fue originariamente concebido para transformar barrios de vivienda privada pobre en vivienda de titularidad pública. Al final de la II Guerra Mundial, cuando los progresistas eran mayoría en el gobierno de la ciudad, Los Ángeles adoptó planes verdaderamente visionarios tanto para la vivienda pública como para crecimiento suburbano racional. Lo que pasó luego es harto conocido: una contrarrevolución municipal concebida por [el periódico] Los Angeles Times. Resultado: los gobiernos locales siguieron usando la expropiación, pero las más veces para transferir suelo de los pequeños propietarios a las grandes empresas y a los bancos.
Saltemos a los 80. Apareció una nueva oportunidad. La reurbanización del centro urbano devoraba centenares de millones de impuestos desviados, pero su futuro era sombrío. Unos años antes, Reyner Benham había proclamado la muerte o, al menos, la irrelevancia del centro urbano. Si la administración de Bradley hubiera tenido voluntad política, podría haber municipalizado el corredor de Spring-Main Street a precios de mercado tirados. Tal vez cerca de 1 millón de metros cuadrados habrían quedado disponibles para apartamentos familiares, pequeños negocios para inmigrantes, mercados públicos, etc., con alquilares accesibles permanentemente controlados.
Una vez le pregunté sobre esto a Kurt Meyer, un arquitecto de empresa que había sido presidente de la Agencia de Reurbanización Comunitaria. Vivía sobre el Beachwood Canyon, debajo del cartel de Hollywood. Solíamos reunirnos a la hora del desayuno, porque él disfrutaba contando historias de poder y propiedad en Los Ángeles, lo que le convertía en un fuente única para mi investigación de la época. Me contó que las elites del centro urbano estaban horrorizadas con la inesperada revitalización del corredor de Broadway que habían traído consigo los comercios mexicanos, y que la última cosa que querían era un centro urbano populista.
También ofreció respuesta a una cuestión que hacía tiempo me intrigaba. “Kurt, ¿por qué esa prioridad absoluta y a costa de todo para tener a la clase media viviendo en el centro urbano” “Mike, sabes algo sobre espacios arrendados en edificios de gran altura?” “Realmente, no”. “Bueno, la parte más difícil de alquilar es la planta baja: para sacar el máximo valor, necesitas una población residente. No puedes limitarte a tener trabajadores de oficina que vayan a desayunar o almorzar; necesitas la noche, un tráfico de 24 horas”. No sé si esa es realmente una explicación adecuada, pero desde luego me convenció de que los planificadores y los activistas necesitamos una comprensión mucho más profunda del juego.
Ello es que, finalmente, la clase media ha venido al centro urbano, pero sólo para convertirlo en un suburbio. Los hipsters creen que viven en el núcleo de la vida urbana, pero se trata solo de un falso urbanismo, de un gran emplazamiento de compras residencial. El centro urbano no es el corazón de la ciudad, es una vaina de estilo de vida lujoso para las mismas gentes que dicen que Silverlake es el “Eastside” o que Venecia sigue siendo bohemia.
Cuff: ¿Por qué los llamas suburbios?
Davis: Porque el regreso al centro expresa el deseo de espacio urbano y de multitudes sin permitir la variedad democrática del igual acceso. Es oro para necios, y la gentrificación ha tomado el relevo de la renovación urbana a la hora de desplazar a los pobres. Piensa en el estudio pionero que realizó Anastasia Loukaitou-Sideris sobre la privatización del espacio en la cumbre del cerro de Bunker Hill. Claro que el patrón de tu museo o el residente en condominio se siente en casa, pero si eres un patinador salvadoreña, caramba, pues te irás probablemente a Juvenil Hall.
Cuff: ¿Podrías incorporar la arquitectura a tus reflexiones sobre los bienes raíces? ¿No diste un curso hace años sobre eso en el Instituto de Arquitectura de la California Meridional?
Davis: Cuando me contrató por primera vez el Instituto en 1988 le confesé a su entonces director, Michael Rotondi, que no tenía la menor idea de arquitectura. Me contestó: “No te preocupes, eso corre de nuestra cuenta. Tu tarea es enseñar sobre Los Ángeles. Muéstrales a los estudiantes la ciudad”. Fue una maravillosa tarea y, durante una década, participé en una buena cantidad de estudios notables trabajando con gentes de la talla de Michael Sorkin, Joe Day, Anthony Fontenot y otros arquitectos radicales.
Mi propio proyecto de vanidad, por así decirlo, consistía en demostrar la factibilidad de un estudio comunitario de diseño que se enfrentara a los problemas de viejos barrios y suburbios. Con el apoyo de un activista destacado de la comunidad centro-americana, Roberto Lovato –ahora, un conocido periodista—, nos centramos en distrito de Westlake, lindante con el oeste del centro urbano.
Yo conocía la zona bastante bien, porque a finales de los 60 había vivido allí mientras me ocupaba de la gestión de la librería del Partido Comunista en la Calle Siete, curiosamente cerca de la vieja oficina del FBI en Wilshire. Eso fue justo después de los deshaucios de Bunker Hill y de que el grueso de sus residentes hubieran sido realojados en conventillos al lado de Parque MacArthur. Caminando hacia la librería, me encontré muchas veces con los cuerpos de esos pobres viejos tirados en la acera: ¡quién sabe qué sueños los habrían traído a Los Ángeles hacia 1910 o 1920!
Nos centramos finalmente en estudiar Witmer Street, entre la calle 3 y Wilshire, porque tenía un abanico casi completo de tipos de edificios multifamiliares: una casa unifamiliar de 1890, un patio de bungalows de los años 20, un edificio de apartamentos de los años 60 y hasta un edificio masónico de apartamentos que se usaba como escenografía para Hill Street Blues.
Los estudiantes se dividieron en dos grupos entrenándose por su cuenta como inspectores de edificios y de incendios, y exploramos el vecindario molécula a molécula durante dos semestres. Un grupo estudiaba cuestiones de seguridad antiincendios y otros riesgos, como tejados desprotegidos convertidos en lugar de juego para los niños. Observamos las necesidades de algunos obreros, costureras y mecánicos de automóviles; estudiamos problemas de recolección de basuras; observamos asuntos relacionados con las rivalidades entre bandas y con los mayores alcoholizados. Con el apoyo de Lovato, entramos en los apartamentos –normalmente, moradas para entre tres y cinco personas— y analizamos cómo organizaban las familias sus minúsculos espacios. Investigamos quiénes eran los propietarios de los edificios, calculamos la rentabilidad de su alquiler, incluso visitamos y fotografiamos los hogares de los amos de esos tugurios del centro urbano, que vivían en Beverly Hills y en la playa de Newport.
La única forma de vivienda que era generalmente popular, en donde los arrendatarios habían estado allí desde hacía mucho tiempo –todos los demás iban y venían— era el complejo de apartamentos del patio de bungalows, con sus pequeños jardines y una fuente. Lo más detestado no eran las escaleras de incendio de la vieja propiedad de los años 20, sino el edificio de apartamentos con aparcamiento subterráneo construido en los 50 o 60 en lotes unifamiliares. Esos edificios estaban diseñados para experimentar un rápido deterioro en pocas décadas y representan un verdadero problema en toda la California meridional. Los otros tipos multiunidad eran duraderos, pero resulta difícil de imaginar una alternativa al estuco arruinado que no sea el derribo, lo que, en efecto, han hecho las promotoras inmobiliarias, pero sólo para reemplazar ese tipo de edificios por “supercubos” de cuatro o cinco plantas que no son sino versiones ampliadas de los mismos problemas.
Nuestro objetivo era reunir todos nuestros descubrimientos en una suerte de Catálogo Completo subido a un portal web y luego invitar a todo el mundo a escribir y aportar ideas sobre asuntos genéricos de los barrios obreros como desperdicios, juego, trabajo, graffiti, bandas, espacio social, aparcamiento, etc. No nos proponíamos crear un plan maestro en miniatura, sino levantar un arsenal de soluciones prácticas de diseño fundadas en un análisis cuidadoso, realista que pudiera ayudar a los residentes a encuadrar sus reivindicaciones a los señores del suelo y a la ciudad. Imaginábamos colaboraciones de arquitectos, artistas y artesanos que actuaran como constructores de herramientas al servicio del activismo y el autodiseño comunitario. Todavía creo en la idea, mi contrato con el Instituto de Arquitectura terminó cuando se fue Michael Rotondi, nuestro gozoso bromista, nuestra luz rectora.
Cuff: La idea de construir herramientas en vez de hacer un plan maestro es útil. Un grupo de estudiantes de urbanismo y humanidades de la UCLA se centró en Boyle Heights, que, como Westlake, está experimentando una presión urbanizadora. Los instrumentos solicitados por la comunidad eran bastante directos, una suerte de manual sobre cómo convertir en parques espacios abandonados. Fue un interesante diálogo sobre las respectivas actuaciones el que se desarrolló entre las humanidades, la arquitectura y los estudiantes. ¿Se puede no suministrar lo pedido y seguir siendo un aliado socialmente responsable de los grupos comunitarios? La discusión fue interesante porque los estudiantes entraron en acción, desde estudiantes de arquitectura, siempre dispuestos a hacer algo aun no disponiendo de mucha información, hasta los estudiantes de humanidades, renuentes a actuar si creen que no saben lo suficiente o no tienen derecho a intervenir.
Davis: Ese tipo de consciencia puede venirles bien algunos arquitectos veteranos de Los Ángeles, que contemplan la ciudad como una zona de tiro libre para cualquier ocurrencia vanidosa que les venga a la cabeza, cualquiera que sea el contexto urbano o su historia. En Ciudad de cuarzo critiqué a Frank Ghery por sus diseños furtivos y por su excesiva preocupación por la seguridad. Fue realmente como pisarle un callo, porque él viene de una tradición socialdemócrata y no le gustó nada mi descripción de su obra a calzón quitado como “la arquitectura de Harry el sucio”.
Un día, unos años después, me llamó para ir a verle. “Vale, tío importante, mira esto”, Y me mostró la última entrega del diseño de su Disney Concert Hall, que tenía un parque ajardinado alrededor de su perímetro no-euclidiano. “Me criticaste por hacer diseños antidemocráticos, pero ¿esto qué es?”. Y efectivamente, había una astuta integración del elitista Concert Hall con espacio de juego para niños de la zona y de descanso para gentes sin techo. Invitaba antes que excluía a los residentes del barrio pobre Latino, como la Witmer Street que rodea al centro urbano. Eso no tenía prácticamente precedentes, y tuvo que librar una larga batalla con el condado, empeñado en aislar Disney y ponerle límites. En esta ocasión al menos, una celebridad arquitectónica luchó del lado bueno.
Jennifer Wolch: Desde luego. Sin embargo, es una cuestión importante particularmente para los estudiante de humanidades: el asunto de la subjetividad les hace reticentes a hacer propuestas.
Davis: Pero ellos tienen competencias. La narrativa es una parte importante a la hora de crear comunidades. Las historias de la gente son claves, especialmente las de sus rutinas. A mí me parece que hay importantes competencias y calificaciones en las ciencias sociales, pero las humanidades son particularmente importantes por las historias. También creo que un coreógrafo sería un gran analista del espacio y un suerte de imaginador de usos del espacio.
Un día tuve una larga conversación con Richard Louv sobre Last Child in the Woods [El último niño en los bosques], uno de los libros más profundos de nuestro tiempo, una meditación sobre lo que significa para los niños perder contacto con la naturaleza, con el juego y la aventura nómada libres y no organizados. Una generación de madres obligadas a ser chóferes a tiempo completo, llevando a los niños de una distracción comercial a otra, de un evento lúdico sobreorganizado a otro. Yo crecí en el este del Condado de San Diego, en la frontera misma con las tierras del interior, y una vez hechos los deberes (una cosa seria en aquella época), podías montarte en la bici y lanzarte a la acción como Huck Finn. Había una colonia nudista en Harbison Canyon, a unas doce millas, y nosotros cogíamos nuestras bicis y pedaleábamos cuesta arriba horas y horas en la esperanza de lograr ver algo a hurtadillas a través de las verjas. Como todos mis amigos, tuve una escopeta del 22 al cumplir los doce años. Hacíamos cosas malas a los animales, lo confieso, pero éramos espíritus libres, odiábamos la escuela, nos importaban un higo las calificaciones, nos librábamos de nuestros padres gracias a pequeños empleos a tiempo parcial y trabajos de jardinería y nos deleitábamos con todas y cada una de nuestras fechorías locas y aventureras. Desde que regresé a San Diego en 2002, me reúno anualmente con los cinco o seis chicos a los que conozco desde el segundo grado en 1953. A pesar de las grandes diferencias de convicciones políticas y religiosas, seguimos siendo la misma banda de los viejos tiempos.
Y las bandas eran lo que te mantenía seguro y la razón de que las madres no se preocuparan de nuestras citas lúdicas ni los acosadores de niños. Recuerdo que incluso en el jardín de infancia –vivíamos entonces en el área de City Heights de San Diego— teníamos una banda que iba junta a la escuela y jugaba cada tarde. Un grupo de nenes y nenas, siete u ocho, que vagaba sin rumbo y mendigaba unos centavitos para comprar chicles en el quisco de la esquina. Hoy, la idea de bandas de niños o adolescentes sin vigilancia suena como un problema de ley y orden. Pero así es como las comunidades funcionaban entonces y podrían seguir funcionando ahora. Aparte de Louv, recomiendo calurosamente el libro del anarquista inglés Colin Ward The Child in the City [El niño en la ciudad]. Un propósito capital de la arquitectura, sostiene él, debería ser diseñar ambientes aptos para las aventuras y los descubrimientos fortuitos, no programados.
Wolch: Mike vamos ahora a una cuestión completamente diferente. Uno de los libros tuyos más nos gustan es Late Victorian Holocausts [Holocaustos victorianos tardíos]. No versa sobre ciudades, sino sobre Occidente. Cómo te decidiste a vincular la historia del cambio climático con las hambrunas y la ecología política? Es como si hubieras tomado una desviación…
Davis: Luego de los disturbios de 1992, la editorial Knopf me avanzó mucho dinero para escribir un libro sobre el apocalipsis urbano. A través de mis actividades políticas había llegado a conocer a las madres de muchos actores clave en esos acontecimientos, incluida Theresa Allison, cuyo hijo, Dewayne Holmes, fue uno de los primeros en promover la Tregua de Watts de la banda. También conocí a la mamá de Demian Williams, que era el villano en jefe, el chaval que golpeó casi hasta la muerte al camionero en la esquina de Florence y Normandie. A través de sus ojos llegué a adquirir una perspectiva muy distinta de la relación entre causa y efecto, así como de lo que fue correcto y lo que fue incorrecto en el curso del estallido. Pero al final del día no podía hallar la menor justificación real al tipo de periodismo que sostiene sus tesis con pretensión de autoridad a través de citas y retratos selectivos de gentes que por lo general no pueden controlar la versión final. En los años 30, este tipo de documentación social o narrativa existencial de segunda mano –las fotografías de Dorothea Lange o el Dejadnos Ahora Alabar a los Hombres Famosos, de James Agee, por ejemplo— podía presentarse como una parte integral de una cruzada, el New Deal o la [central sindical] CIO, que luchaban para mejorar las vidas de las víctimas populares, y que eran a menudo sus sujetos desconocidos. Pero ahora, en nuestra era posliberal, ese trabajo corre el peligro de resultar simplemente sensacionalista y explotadoramente ventajista. Francamente, por mucho que deseara escribir el libro, no podía hallar licencia moral alguna para saquear historias populares y miserias personales a mayor gloria mía en tanto que voz losangelense del apocalipsis. De modo que devolví el dinero avanzado y moví mi base de operaciones a la biblioteca de ciencias de la Tierra del Cal Tech [Instituto Tecnológico de California] y me sumergí en la investigación de la historia y el desastre medioambiental que generó mi libro Ecología del miedo.
Descubrí también otro asunto en el que no había ninguna ambigüedad ética, un proyecto en el que iban perfectamente de la mano mi conciencia y mi celo investigador. Tom Hayden me contactó en 1995 o 1996 y me pidió colaborar en un volumen que él estaba compilando para 150 aniversario del holocausto irlandés. Al principio puse reparos. Había jóvenes y brillantes historiadores irlandeses que estaban reinterpretando la Hambruna, y yo no tenía la menor experiencia en esa área. Pero insistió: “Bueno, tal vez haya alguna otra cosa coetánea sobre la que podrías escribir”. Entonces descubrí las hambrunas en China y en la India durante las décadas de 1870 y 1890, que mataron a cerca de 20 millones de personas pero que no habían recibido la menor mención en la historiografía convencional de la Era Victoriana. El resultado fue Holocaustos victorianos tardío, una especie de “Libro Negro” del capitalismo que versa sobre los millones de muertes innecesarias que ocurrieron cuando las potencias europeas –sobre todo, Inglaterra— forzaron el ingreso a toda marcha en el mercado mundial de las grandes economías campesinas de subsistencia de India y China. Con resultados desastrosos.
Wolch: Tenemos un última cuestión sobre tus novelas para jóvenes adultos. Cuando damos en clase tu Ciudad de cuarzo u otra de tus descorazonadores piezas sobre Los Ángeles, uno siempre está tentado a pensar que al salir de clase los alumnos se tirarán de un peñasco. Pero tus novelas para adultos jóvenes parecen abiertas a algún tipo de futuro alternativo esperanzador.
Davis: ¡Eh! No deberíais sentiros descorazonadas por mis libros sobre Los Ángeles. Son precisamente polémicas apasionadas sobre la necesidad de una izquierda urbana. Y mi tercer libro sobre Los Ángeles, Urbanismo mágico, irradia literalmente optimismo sobre el renacimiento de los movimientos de base en nuestros barrios de inmigrantes. Pero, para volver a las dos novelas de “ciencia aventura” para adolescentes: las escribí para la espléndida editorial de Viggo Mortensen, Perceval Press. Son, sobre todo, manifestaciones de nostalgia por mi hijo mayor, luego de que su madre se lo llevara de vuelta a su Irlanda natal. Los héroes son tres niños reales: mi hijo, su hermanastro y la hija de nuestros mejores amigos cuando yo impartía docencia en Stony Brook en Long Island. El nombre de la niña es Julia Monk, y ahora es una bióloga especializada en vida salvaje que está haciendo su tesis doctoral sobre pumas andinos en Yale. Estoy muy orgulloso de haberla convertido en la guerrera-científica heroína de las novelas, porque mi intuición sobre su carácter se ha hecho plena realidad. Una joven muy notable.
Escribir estos cuentos fue pura diversión. La inspiración original fue un viaje que hicimos con mi hijo al este de Groenlandia cuan él tenía siete años. Eso se convirtió en El país de los mamuts perdidos. Historias como esta se escriben solas, especialmente porque se trata de niños reales y tu estás proyectando sus caracteres morales en situaciones de aventura y peligro fantásticos (aunque algunas de las partes más estrafalarias de los libros son verdaderas y están basadas en mi obsesión de toda la vida por las islas misteriosas). En cierto modo, fue como si los cuatro hubiéramos realmente hecho una expedición a Groenlandia y a la extraña y embrujada isla de Socotra.
Pero dejemos a los chicos continuar la aventura. Yo me he convertido en un jubilado muy casero, centrado ahora en aprender todo lo que pueda sobre la naturaleza y la geología de la California meridional. La única organización a la que pertenezco (de grupos no subversivos, se entiende) es la Unión Geofísica Americana. Mi mujer disfruta de una buena novela en la cama. Yo leo extraños volúmenes sobre petrología ígnea y paleoclimatología. Tengo incluso en algún lado un texto à la Stephen King [sobre la calle en la que vivo] llamado Ecología de la calle 33, porque no hay nada natural en este barrio, desde los arundos hasta los caracoles sicilianos, que si llegaran a invadir el Valle Central podrían dañar las cosechas y provocar unos cuantos miles de millones de dólares de pérdidas. No existen cuervos aquí, ni tampoco las siniestras arañas viuda negra que ahora viven en el mobiliario de mi patio. Para mí este es un gran material de novela negra: el barrio tomado por aliens sin que sus habitantes se enteren.
profesor del Departamento de Pensamiento Creativo en la Universidad de California, Riverside, es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO. Traducidos recientemente al castellano: su libro sobre la amenaza de la gripe aviar (El monstruo llama a nuestra puerta, trad. María Julia Bertomeu, Ediciones El Viejo Topo, Barcelona, 2006), su libro sobre las Ciudades muertas (trad. Dina Khorasane, Marta Malo de Molina, Tatiana de la O y Mónica Cifuentes Zaro, Editorial Traficantes de sueños, Madrid, 2007) y su libro Los holocaustos de la era victoriana tardía (trad. Aitana Guia i Conca e Ivano Stocco, Ed. Universitat de València, Valencia, 2007). Sus libros más recientes son: In Praise of Barbarians: Essays against Empire (Haymarket Books, 2008) y Buda's Wagon: A Brief History of the Car Bomb (Verso, 2007; traducción castellana de Jordi Mundó en la editorial El Viejo Topo, Barcelona, 2009).
https://boomcalifornia.com/2016/12/29/a-boom-interview-in-conversation-with-jennifer-wolch-and-dana-cuff/
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